| Cuando                              los árboles se miraban en las aguas del río                              y el sol ofrecía vida con su luz dorada, nació un                              pichón de bellísimo plumaje. Los                              animales del bosque, al escuchar la melodía                              de sus trinos, le pusieron el nombre de Pájaro                              Campana. Una                              mañana, que tenía en sí algo                              de divino, el pájaro de plumaje rojo y piquito                              negro salió de su nido, desplegó sus                              alas al viento y voló como una chispa alegre                              más allá del horizonte. Las                              ramas eran mecidas por el viento y los animales arrullados                              por los trinos del pájaro cantor, que volaba                              haciendo círculos en el espacio donde las                              nubes fueron barridas por el sol. La                              noche tendió su manto sobre el bosque y el                              Pájaro Campana volvió a su nido bajo                              el cielo salpicado de estrellas. A                              fines de la más límpida estación                              del año, cuando el bosque estaba como botánico                              en plenitud, llegó un gorila feroz desde el                              otro lado del río. El                              Pájaro Campana no advirtió la llegada                              del cazador, pero los animales, escondidos tras las                              piedras y los troncos, atisbaban al gorila que se                              internaba en el bosque a paso marcial. El                              vértigo de los días tristes aún                              no se presentó, por eso el sol resplandecía                              alegre, esperando que el Pájaro Campana volara                              por encima de los árboles, desgranando sus                              canciones cual racimos de flores. Esa                              misma mañana, el pájaro de plumaje                              rojo y piquito negro voló como un cometa de                              papel. Su corazón galopaba como un corcel                              y su sangre corría por sus arterias como un                              ganado de vacas en tropel. Sus ojos, que eran la                              luz de su conciencia, veían alejarse la vida                              y acercarse la muerte, mientras su canto hacía                              surcos en el aire. El                              gorila, tendido sobre el follaje, escuchó el                              canto del Pájaro Campana. Alistó su                              escopeta y, tras apuntar contra la llamita de fuego,                              presionó el gatillo y la bala desapareció en                              la carne vida del pajarito. Pero él, que tenía                              los huesos tenaces y los músculos bien fornidos,                              se dejó aterrizar agónico sobre el                              césped, con una herida abierta de donde le                              fluía la sangre a borbotones. Parecía                              una estrella diminuta apagándose en el bosque.                              La sangre se le confundía con el color de                              su plumaje y los latidos de su corazón con                              los redobles del tambor. El                              sol radiante, testigo del acto fúnebre, proyectó el                              espectro enorme e impresionante del gorila. La sombra                              cayó justo allí donde el pájaro                              se retorcía en suplicios de dolor. –¡Muere                              ya! –gritó el gorila, con un bramido                              descomunal. –No                              muero –replicó el pajarito–, porque                              hoy mismo nacen millares de pichones con el color                              de mi plumaje... El                              trágico espectáculo hizo que el sol                              se escondiera detrás de las nubes y las flores                              se marchitaran una a una. Al                              precipitarse la noche, el gorila, cuyo corazón                              era más duro que la roca y más frío                              que la muerte, retornó a su guarida. La luna                              se descompuso en aspas fosforescentes y los animales                              decidieron vengar la muerte del Pájaro Campana. Cuando                              la última estrella se apagó en el cielo,                              el gorila salió de su guarida, la escopeta                              terciada a la espalda y las botas destalonadas. Sintió retorcijones                              en la panza y se echó a correr bosque adentro,                              articulando palabras que rebotaban en el silencio.                              Cortó la respiración en su punto más                              alto, aspiró hasta inflarse como un sapo y                              aligeró sus pasos para internarse cuanto antes                              en el bosque. Al cabo de un tiempo, se detuvo en                              seco y miró en derredor, sin ver ni oír                              a nadie. –Todo                              ha quedado sin vida –dijo, contemplando sus                              botas destalonadas. Y                              en medio de un silencio insondable, los animales                              emprendieron su plan de imponer justicia en el bosque.                              Lo primero era cercar al gorila y después                              hacer..., hacer lo que vendría. –¿Dónde                              están mis presas? –dijo el gorila, con                              un tono de queja en la voz. Las                              lágrimas ahogaron su mirada y la respiración                              se le hizo un nudo en el pescuezo. No sabía                              qué hacer, si quedarse o volver. Estaba cabizbajo                              y perniabierto, y su corazón, más grande                              que el puño de una mano, parecía estallar                              contra los huesos de su pecho. Los                              animales avanzaron hacia donde estaba el gorila,                              la boca espumante y los ojos anegados. Había                              llegado el instante de la asonada final. El conejo                              lanzó un vibrante grito de ataque y los demás                              se lanzaron a la carga. El                              gorila, a pesar de estar armado, no pudo retener                              al torrente de animales que se le abalanzaron con                              el ímpetu de una ola, pero así aprendió que                              en el bosque no existían seres más                              poderosos que la inmensa mayoría. Pasado                              el incidente, aquel lugar volvió a ser como                              antes: el jardín florido de la tierra, y el                              Pájaro Campana, que renació trinando                              versos de justicia, voló como una bandera                              victoriosa anunciando la libertad.   Víctor                                Montoya |